María Williams en su cumpleaños número 91. 2017. Foto: Raúl Vejar Williams |
Eran casi las 12 de la
noche cuando sonó el teléfono de la casa de la tía Ana. Parecía un 31 de
diciembre como muchos, aunque con ciertas diferencias, y la gaita llenaba de
alegría las caras de mis familiares que, entre cervezas y charlas sobre las
pobres condiciones del país, continuaban la tradicional unión familiar que
caracteriza mucho a los Williams en épocas decembrinas.
Conversaba con uno de mis
tíos antes de la terrible llamada. Con unos tragos encima, construimos una
conversación amena y ese era el ambiente que rodeaba la reunión: los primos más
pequeños correteaban en el patio en la noche fría, la música sonaba bastante,
otros bailaban… La nostalgia de esos diciembres coloridos de años atrás era
vívida. Esos en los que la abuela aún estaba lo suficientemente cuerda como
para vivir sola y recibir invitados en su propia casa.
La doña María Williams
tuvo 11 hijos. De los varones nunca se sabe mucho durante las fiestas, pero las
mujeres de la familia representan los grandes pilares que aún, literalmente, la
mantienen con vida. Pero en ese diciembre del 2015 faltaba Omaira (la hija
mayor) y María (la penúltima), que por ciertos pleitos absurdos con otros
miembros de la familia decidieron celebrar el fin de año en Puerto Ordaz y no
en Ciudad Bolívar como era costumbre.
Esa Omaira y sus hallacas. Omaira y
los bollitos. Omaira con sus chistes cochinos que hacían que los niños se
taparan los oídos. El sudor que siempre le corría por la frente. El tumbaito
que lograba al caminar con sus bastantes kilos de más. Omaira y sus risas. Su
pelo gris. Esa fue la primera gran rareza de la noche que todos los primos
notaron, pero que, por no interrumpir el ambiente, nadie mencionaba. Un vacío
que nunca hubo en diciembres pasados.
Ese ring ring ring a las 11:45 de la noche del
31 de diciembre del 2015 nadie lo olvidaría. Incluso los que no lo escucharon
lo evocan en sueños hasta la fecha. Ana Williams fue la única en percatarse del
sonido. Atendió el teléfono y hablaba una voz sumida en llanto desde el otro extremo. En el lado de Ana aún la fiesta estaba prendida, algunos vecinos lanzaban
cohetes antes de tiempo y el sonido de los traqui
traquis se confundía con el de los disparos en aquel barrio de Ciudad
Bolívar. Era hasta extraño el contraste
del regocijo con el ruido sutil, desencajado y anormal del llanto de la tía
María que hablaba desde Puerto Ordaz.
─Se murió Omaira ─fue
lo único que pudo entender Ana antes de caer al suelo por culpa de sus piernas
que temblaban. Afuera de la casa, aún bailábamos, reíamos y bebíamos esperando
un nuevo año con la esperanza de mejores días.
“Yo no voy a poder aguantar que otro
hijo se me muera”. Todo Williams recuerda esas palabras. Las dijo claramente la
abuela María en el velorio de su hijo Aníbal, que murió de cáncer de pulmón. Luego
las repitió, cinco años más tarde, con la muerte de Orlando, quien dio su último
aliento trabajando, tras morir electrocutado en un poste. Y, como el más curioso
de los destinos, pasaron otros cinco años. Todos recordamos el silencioso
minutos antes de darle la noticia a la matriarca: era frío, doloroso, único…
nadie quería tal responsabilidad.
…
Omaira vistió a sus dos
nietos, les cocinó desayuno, dio un beso a cada uno y se montaron en el carro
de María (hija) y su esposo Arolis, en la mañana del 31 de diciembre. Durante el
camino rumbo a Puerto Ordaz, surgieron temas como las recientes peleas
familiares, la escasez de medicamentos, el alto precio de su pastilla para el
corazón (bachaqueada) y… la muerte. Y como si fuera cualquier cosa, hablando
con su hermana, se le ocurrió decir:
─Si me llego a morir,
que me cremen. Yo no quiero velorio ni nada de esa vaina.
“Era como si supiera que ese día se iba
a morir y no le quería decir a nadie”, dijo mi madre, Gisela Williams, la menor
de las hermanas, días después de la llamada.
Omaira comía cuando
empezó a fallar su corazón. El ambiente de fiesta en casa de María, en Puerto
Ordaz, era muy parecido al que tenían el resto de sus familiares en Ciudad
Bolívar. Esperaban el conteo regresivo que todos los años sonaba en las
emisoras de radio, el brindis, las palabras conmovedoras de sus seres queridos
y las lágrimas. De estos elementos, el último fue el único que no faltó.
En su última visita al
cardiólogo, a Omaira la vieron bien. Le dieron uno que otro regaño por no darle
continuidad a su tratamiento. Solo eso. Pero nada de qué preocuparse, o por lo
menos eso decía ella a cualquiera que le preguntara. La punzada en el lado
izquierdo de su pecho delató otra verdad. El tenedor calló al suelo con un
pedazo de hallaca en la punta y el sonido de los que bailaban afuera opacó el
leve grito que emitió al poner la mano donde se originaba la molestia. Fueron
sus nietos quienes la vieron desmayarse. Y la fiesta se paró de inmediato,
faltando cuarenta minutos para año nuevo.
Está demás decir que
mover a la inmóvil y obesa Omaira hasta el auto de Arolis, para llevarla a
emergencias, fue toda una labor.
Seguía con vida, y con
los ojos abiertos y fijos en el techo, cuando llegaron a la primera clínica.
Para sorpresa de todos en el carro, la sala de emergencias estaba cerrada.
Velozmente repitieron la búsqueda por Puerto Ordaz y se encontraron con el
mismo mal un par de veces más. La inseguridad marcaba horario hasta para
despedir el año.
Cuando encontraron al
fin una sala de emergencias abierta, Omaira, con un hilo de baba que se
deslizaba por su mentón, aún mirando hacia arriba como buscando el cielo, había
muerto.
…
A sus 91 años, María Williams ha sufrido la pérdida de 3 de sus 11 hijos. Foto: Raúl Vejar Williams. |
Sonaron los cohetes,
los fosforitos, los traqui traquis y se alumbró el cielo de
colores. De repente un rojo desaparecía y entraba un verde, luego el blanco. La
música de los vecinos a todo volumen, los gritos de alegría de la cuadra… nada
concordaba con lo que le pasaba a los Williams en ese momento. Escuchamos la
celebración de todos en Ciudad Bolívar, felices por un nuevo año. Pero la familia lloraba.
“Esto es como para no
olvidarlo nunca…”, lloraba Gisela mientras reventaba el año, recordando a su
Omaira, esa que la vio crecer y la crió junto a
su mamá. La que le bordaba el uniforme del colegio con tela de sacos de
papas. Esa que trabajaba duro para ayudar a que el pan no faltara en la mesa. A
la Omaira que fue tía, abuela y madre de cada primo, sobrino y hermano.
Cinco años después, como
si de un destino escrito se tratase, otro hijo se le había muerto a María
Williams. En el velorio, ya envuelta en su propia demencia senil, perdida por
minutos, lúcida en otros, repitió las palabras que todos esperábamos.
─Yo no voy a poder
aguantar que otro hijo se me muera ─esto lo dijo al lado de su ataúd, no hubo
chance de cremar a Omaira.
Ayer hablé con mi
abuela sobre mis tíos y ella no recordaba que Omaira ya no estaba. En vez de
llorar, se rió. Le habló a su reflejo en el espejo por un rato. A veces nos
asusta a mi mamá y a mí cuando hace eso... nos dice que platica con sus
muertos.
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