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viernes, 23 de junio de 2017

Cinco años después: una llamada antes de medianoche

María Williams en su cumpleaños número 91. 2017. Foto: Raúl Vejar Williams





Eran casi las 12 de la noche cuando sonó el teléfono de la casa de la tía Ana. Parecía un 31 de diciembre como muchos, aunque con ciertas diferencias, y la gaita llenaba de alegría las caras de mis familiares que, entre cervezas y charlas sobre las pobres condiciones del país, continuaban la tradicional unión familiar que caracteriza mucho a los Williams en épocas decembrinas.

Conversaba con uno de mis tíos antes de la terrible llamada. Con unos tragos encima, construimos una conversación amena y ese era el ambiente que rodeaba la reunión: los primos más pequeños correteaban en el patio en la noche fría, la música sonaba bastante, otros bailaban… La nostalgia de esos diciembres coloridos de años atrás era vívida. Esos en los que la abuela aún estaba lo suficientemente cuerda como para vivir sola y recibir invitados en su propia casa.
La doña María Williams tuvo 11 hijos. De los varones nunca se sabe mucho durante las fiestas, pero las mujeres de la familia representan los grandes pilares que aún, literalmente, la mantienen con vida. Pero en ese diciembre del 2015 faltaba Omaira (la hija mayor) y María (la penúltima), que por ciertos pleitos absurdos con otros miembros de la familia decidieron celebrar el fin de año en Puerto Ordaz y no en Ciudad Bolívar como era costumbre.
Esa Omaira y sus hallacas. Omaira y los bollitos. Omaira con sus chistes cochinos que hacían que los niños se taparan los oídos. El sudor que siempre le corría por la frente. El tumbaito que lograba al caminar con sus bastantes kilos de más. Omaira y sus risas. Su pelo gris. Esa fue la primera gran rareza de la noche que todos los primos notaron, pero que, por no interrumpir el ambiente, nadie mencionaba. Un vacío que nunca hubo en diciembres pasados.
Ese ring ring ring a las 11:45 de la noche del 31 de diciembre del 2015 nadie lo olvidaría. Incluso los que no lo escucharon lo evocan en sueños hasta la fecha. Ana Williams fue la única en percatarse del sonido. Atendió el teléfono y hablaba una voz sumida en llanto desde el otro extremo. En el lado de Ana aún la fiesta estaba prendida, algunos vecinos lanzaban cohetes antes de tiempo y el sonido de los traqui traquis se confundía con el de los disparos en aquel barrio de Ciudad Bolívar.  Era hasta extraño el contraste del regocijo con el ruido sutil, desencajado y anormal del llanto de la tía María que hablaba desde Puerto Ordaz.
─Se murió Omaira ─fue lo único que pudo entender Ana antes de caer al suelo por culpa de sus piernas que temblaban. Afuera de la casa, aún bailábamos, reíamos y bebíamos esperando un nuevo año con la esperanza de mejores días.
            “Yo no voy a poder aguantar que otro hijo se me muera”. Todo Williams recuerda esas palabras. Las dijo claramente la abuela María en el velorio de su hijo Aníbal, que murió de cáncer de pulmón. Luego las repitió, cinco años más tarde, con la muerte de Orlando, quien dio su último aliento trabajando, tras morir electrocutado en un poste. Y, como el más curioso de los destinos, pasaron otros cinco años. Todos recordamos el silencioso minutos antes de darle la noticia a la matriarca: era frío, doloroso, único… nadie quería tal responsabilidad.
Omaira vistió a sus dos nietos, les cocinó desayuno, dio un beso a cada uno y se montaron en el carro de María (hija) y su esposo Arolis, en la mañana del 31 de diciembre. Durante el camino rumbo a Puerto Ordaz, surgieron temas como las recientes peleas familiares, la escasez de medicamentos, el alto precio de su pastilla para el corazón (bachaqueada) y… la muerte. Y como si fuera cualquier cosa, hablando con su hermana, se le ocurrió decir:
─Si me llego a morir, que me cremen. Yo no quiero velorio ni nada de esa vaina.
“Era como si supiera que ese día se iba a morir y no le quería decir a nadie”, dijo mi madre, Gisela Williams, la menor de las hermanas, días después de la llamada.
Omaira comía cuando empezó a fallar su corazón. El ambiente de fiesta en casa de María, en Puerto Ordaz, era muy parecido al que tenían el resto de sus familiares en Ciudad Bolívar. Esperaban el conteo regresivo que todos los años sonaba en las emisoras de radio, el brindis, las palabras conmovedoras de sus seres queridos y las lágrimas. De estos elementos, el último fue el único que no faltó.
En su última visita al cardiólogo, a Omaira la vieron bien. Le dieron uno que otro regaño por no darle continuidad a su tratamiento. Solo eso. Pero nada de qué preocuparse, o por lo menos eso decía ella a cualquiera que le preguntara. La punzada en el lado izquierdo de su pecho delató otra verdad. El tenedor calló al suelo con un pedazo de hallaca en la punta y el sonido de los que bailaban afuera opacó el leve grito que emitió al poner la mano donde se originaba la molestia. Fueron sus nietos quienes la vieron desmayarse. Y la fiesta se paró de inmediato, faltando cuarenta minutos para año nuevo.
Está demás decir que mover a la inmóvil y obesa Omaira hasta el auto de Arolis, para llevarla a emergencias, fue toda una labor.
Seguía con vida, y con los ojos abiertos y fijos en el techo, cuando llegaron a la primera clínica. Para sorpresa de todos en el carro, la sala de emergencias estaba cerrada. Velozmente repitieron la búsqueda por Puerto Ordaz y se encontraron con el mismo mal un par de veces más. La inseguridad marcaba horario hasta para despedir el año.
Cuando encontraron al fin una sala de emergencias abierta, Omaira, con un hilo de baba que se deslizaba por su mentón, aún mirando hacia arriba como buscando el cielo, había muerto.

A sus 91 años, María Williams ha sufrido la pérdida de 3 de sus 11 hijos. Foto: Raúl Vejar Williams.

Sonaron los cohetes, los fosforitos, los traqui traquis y se alumbró el cielo de colores. De repente un rojo desaparecía y entraba un verde, luego el blanco. La música de los vecinos a todo volumen, los gritos de alegría de la cuadra… nada concordaba con lo que le pasaba a los Williams en ese momento. Escuchamos la celebración de todos en Ciudad Bolívar, felices por un nuevo año.  Pero la familia lloraba.
“Esto es como para no olvidarlo nunca…”, lloraba Gisela mientras reventaba el año, recordando a su Omaira, esa que la vio crecer y la crió junto a  su mamá. La que le bordaba el uniforme del colegio con tela de sacos de papas. Esa que trabajaba duro para ayudar a que el pan no faltara en la mesa. A la Omaira que fue tía, abuela y madre de cada primo, sobrino y hermano.
Cinco años después, como si de un destino escrito se tratase, otro hijo se le había muerto a María Williams. En el velorio, ya envuelta en su propia demencia senil, perdida por minutos, lúcida en otros, repitió las palabras que todos esperábamos.
─Yo no voy a poder aguantar que otro hijo se me muera ─esto lo dijo al lado de su ataúd, no hubo chance de cremar a Omaira.
Ayer hablé con mi abuela sobre mis tíos y ella no recordaba que Omaira ya no estaba. En vez de llorar, se rió. Le habló a su reflejo en el espejo por un rato. A veces nos asusta a mi mamá y a mí cuando hace eso... nos dice que platica con sus muertos.



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