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viernes, 28 de septiembre de 2012

La cabra de Omaira




Sentada en un costado de la cama matrimonial, se encuentra Omaira. Mujer de 47 años, algo acabada, sin hijos, con un trabajo de baja paga, con un esposo con el que lleva casada veinte años; este se encuentra acostado, durmiendo en el otro lado de la cama. Omaira tiene un hobby. Todos tenemos uno. Siempre buscamos la manera de distraer nuestra mente de los problemas diarios. Algunos coleccionan objetos valiosos, otros tocan instrumentos musicales; los más jóvenes compran videojuegos y se plantan todo el día en ellos, salvando princesas, matando alienígenas. A Omaira desde pequeña le llamó la atención el ocultismo. De niña sus padres la dejaban muchas veces con su abuela; estos discutían mucho y querían alejar a su hija de sus problemas maritales.



La abuela de Omaira era muy conocida en la comunidad de Puerto La cruz. Tenía fama de ayudar a la gente con problemas personales. Omaira veía a su abuela hacer encantos, bebidas, fumar tabaco, entrar en trance, etc. Lejos de sentir miedo por aquella misteriosa mujer, Omaira sentía curiosidad por todo lo que hacía, por las personas que ayudaba; su abuela era su ejemplo a seguir. Fue creciendo con esa idea en la cabeza, fue alimentando esas ganas de entrar en lo desconocido. A los dieciséis años de edad jugó su primera sesión con la tabla Ouija, junto a un par de compañeras de liceo. En realidad no pasó absolutamente nada, sus amigas se burlaron de ella por creer en esas cosas. De haber sido una adolescente normal, de seguro habría perdido la fe, pero el haber visto a su abuela haciendo su labor era suficiente para seguir creyendo en lado oculto del universo.

 
Hace mucho tiempo, cuando Omaira era una joven de 24 años, entró a un bar con unas amigas. Ahí fue cuando conoció al amor de su vida: Martín, su actual esposo. Coqueteó toda la noche con él, y terminó llevándoselo a la cama. Omaira cayó como un ave muerta ante él. Al despedirse, Martín prometió comunicarse con ella; cosa que no hizo. Omaira intento comunicarse con él, por medio de amigos, conocidos que sabían de él, por medio de cartas, faxes. Nunca consiguió respuesta. Y comenzó la desesperación. Le comentó a la abuela lo ocurrido. Esta le respondió que no podía hacer absolutamente nada al respecto. Esta siempre le decía: “el amor es cosa de la naturaleza, y no es bueno modificarla”. Y pasaron los meses. Meses de agonía. Y pasaron años.

 
Una tarde, dos años después, recibió una terrible noticia: a los 93 años de edad, a su abuela le quedaba muy poco tiempo de vida. Fueron días difíciles. Al momento de su muerte, la anciana se acercó a Omaira y le susurró: “Tomé la vida de mi mejor macho cabrío para ti. No tengas miedo de estar sola”. Luego de estas palabras, la vieja cerró los ojos y más nunca los volvió a abrir. Omaira sabía lo que significaba aquella frase. Ese mismo año, se volvió a topar con Martín. Se hicieron novios, se encendió la flama del amor. Al año siguiente se casaron. 

 
Y aquí tenemos a Omaira. Mirando hacia la nada de su habitación, con el hombre con el que se obsesionó tanto, dormido a su lado. No puede dormir. Por años se cuestionó sobre sus sentimientos hacia Martín, y justamente esta noche esas dudas vuelan una vez más por su cabeza, tocando cada fibra de su cerebro. Voltea a mirarlo y le sonríe en la oscuridad de su cuarto. Se acuesta, se arropa. Está lista para pasar otra noche con el amor de su vida. Siente un movimiento en la cama. Martin se mueve. “¿quieres jugar?” se pregunta Omaira, sintiéndose traviesa. Abre los ojos, pero lo que ve no se asemeja a lo que se imaginaba.

 
Su esposo permanece sentado en la cama, rígido como piedra, mirando hacia el frente. Debido a la oscuridad Omaira solo distingue su silueta. Prende la lámpara de la mesa de noche y la habitación se ilumina ante ella. Martin permanece sentado, con los ojos fijos al frente. Omaira trata de llamar su atención. No funciona. Asustada, comienza a darle golpes en la espalda, pero el hombre sigue rígido como estatua. Oye risas, risas de mujer. Se pregunta si lo que sucede es un sueño, se pellizca, pero no despierta. El sonido de las risas aumenta. Ya no son risas, son carcajadas. Carcajadas que le resultan muy familiares. De repente cesan, solo habita el silencio. Pero no por mucho: “tomé la vida de mi macho cabrío para ti. Pero sigues sintiéndote sola”. La sangre se le hiela. La frase viene de todos lados: “tomé la vida de mi macho cabrío para ti. Pero sigues sintiéndote sola”, de las paredes, del techo; alguien se las susurra en el oído una y otra vez. Omaira revienta en llantos, sus ojos sueltan lágrimas de terror. Pero lo peor aún no pasa.

 
Algo le pasa a Martín. Su cara comienza a cambiar. De su frente empiezan a brotar dos extrañas protuberancias, estas van creciendo y van tomando forma de cuernos. Sus hombros se vuelven anchos. Su cuerpo se llena de pelo blanco. Sus ojos se tornan rojos como la sangre. Omaira observa, paralizada de pies a cabeza por el terror, la escena; y Martín gira su cabeza de macho cabrío y la mira con sus dos esferas de sangre. La criatura se lanza hacia Omaira. Esta sale de su parálisis y se echa a correr fuera de la habitación. El corazón le late a full motor. El sudor corre por todo su cuerpo desgastado. Cae, no quiere levantarse. Se voltea y lo que ve la deja con el corazón en la garganta. Eso no es Martín, se niega a creerlo. Ante ella se encuentra una criatura semi-humana, mitad cabra, mitad humano. Conserva el pecho y los brazos de Martín, pero sus piernas son patas de cabra, y su cara es la de un macho cabrío. La criatura la mira con enojo, con sed de sangre. Corre por el pasillo en dirección a Omaira. TUM TUM TUM, suenan sus pasos en el suelo. Omaira, llena de pavor y con la cara mojada de lágrimas, se levanta y corre por su vida.
 

Mientras huye de la bestia, grita como una maniática: “¡Aprendí la lección, vieja; Jugué con fuego; jugué con fuego. Haz que se detenga!”. Pero aún escucha aquel estruendo detrás de ella. Al frente ve una salida: una ventana. Es una caída de cuatro pisos. La desesperación le quita la habilidad de pensar. Abre la ventana lo más rápido que puede y sale a la oscura y fría noche, apoyada en el alfeizar de la ventana. Pero la criatura no piensa detenerse; salta con ira hacia la ventana. Omaira hace un movimiento rápido y se agacha para esquivar el ataque de aquel demonio. El cuerpo deforme sale despedido, rompiendo cristales, hacia el suelo de asfalto situado a cuatro pisos de altura.

 
Con la cara cortada, pálida y bañada en lágrimas, se asoma; mira hacia abajo. En la acera se encuentra un cuerpo inmóvil. No tiene la misma forma que había visto hace solo unos segundos. No es mitad humano. Es solo una cabra, o más bien, un macho cabrío. Omaira entra de nuevo en su apartamento, busca las llaves y baja los cuatro pisos. Sale de la torre y contempla, en la calle sola y poco iluminada, el cuerpo del animal. Se da cuenta de que aún respira. Mira sus ojos, sus indefensos ojos, como los de un cachorro asustado. Ese animal es Martín, el hombre con el que se obsesionó por tantos años; y por culpa de su egoísmo se encuentra ahora tirado en medio de la calle, como un animal, ensangrentado. “Lo siento. Lo siento mucho, Martín.” Dice sin poder contener las lágrimas en sus ojos. Se agacha y besa a su esposo en el hocico. Llora toda la noche por él.
 

Pasaron los años. Omaira ahora vive sola, en algún cerro del estado Sucre. Hoy en día es una anciana de unos ochenta años de edad. A su esposo lo dieron por desaparecido. No se volvió a casar. Y dicen los pobladores que tiene de mascota a una extraña cabra, que parece no morir nunca. 

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