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martes, 15 de enero de 2013

Cómo me gusta ser envenenado



Te iba a invitar un café. La ciudad me abrumaba con su terquedad y la multitud no dejaba que viese tu rostro lleno de soledad. El humo tóxico de la ciudad para todos es como el oxígeno, para mí es aire podrido, pero me alegró escuchar tu voz entre la jauría. Te busqué como un loco en esta pequeña ciudad, que muchos llaman pueblo abandonado. Mi búsqueda del tesoro perdido. Una recompensa que huye sin saber por qué, o que simplemente se esconde de mí porque nadie merece sus riquezas.

 

Pero no me quise rendir, aunque hacía calor, mucho calor, y pagué el pasaje de una asquerosa unidad con mal olor. Ratas y olor a cigarrillos. Tanto tuve que soportar para llegar hasta tu persona, y te escabullías con miedo o con la intención traviesa de un niño que quiere jugar a las escondidas.


Al pasar por los negocios de comida, el olor a café me mareaba. Los mapas de mi mente aún te rastreaban, y me moría de ganas de brindarte aunque sea una taza de aquel elixir santo. Quería verte mareado por aquel aroma dulce del café con leche.


Cada sorbo tuyo hubiese sido un honor ver y cada sonrisa que te dedicase no la atribuiría a lo dulce del café, sino a lo bella que es tu sonrisa cuando te quedas mirando al vacío, pensando en quién sabe qué; en mí, espero…


Pero no. Fuiste más rápido que yo. Como un puma corriste por la selva de concreto. Y yo, siendo un simple cazador novato, me dejé ganar por el cansancio. Me quedé con mis ahorros, ansiosos de ser gastados en ti, guardados en mis bolsillos solitarios. Y me quedé con las ganas de tomarme un café contigo. Un café con leche, tan sencillo como lo eres tú. Así es cómo me gusta ser envenenado.


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