Miguel Suarez estaba en pleno campo de batalla haciendo lo que estaba destinado a hacer desde el momento en que nació: Salvar vidas. Miguel era un soldado médico, y en plena quinta guerra mundial se ubicaba en lo que quedaba del territorio que antes recibía el nombre de Argentina. Las grandes Águilas, (el nombre que recibía el enemigo) contraatacaban con toda su artillería a lo poco que quedaba del continente sudamericano. Con sus armas nucleares destruyeron ciudades enteras y con sus soldados genéticamente alterados ganaban todas las batallas a kilómetros de donde Miguel se encontraba.
Se colocó su casco, se ajustó sus botas y se amarró a su chaleco a prueba de plasma y balas de rayo. Como médico que era, no tenía permitido portar armas de fuego.
Faltaba poco para su salida a la intemperie. Su corazón oscilaba más que el viento, y se movía casi como una de esas metralletas antiguas, que se usaron en guerras pasadas, acontecidas hace más de novecientos años. Se encontraba en una fila, como esperando una sentencia de muerte; delante de él había por lo menos ochenta hombres. “Somos pocos en este fuerte” pensó “pero cuando los soldados de los demás fuertes se unan a nosotros, seremos más”. Trataba de calmarse con sus pensamientos. Un hombre, muchísimo más robusto que Miguel, captó la atención de todos unos minutos antes de salir a la superficie. Se trataba del sargento Trevor.
- - Siempre se ha visto, desde los tiempos
salvajes del hombre, incluso después de guerras pasadas; que el Águila devora
al pez sin piedad. Pero, señores míos ¿Cuándo las águilas han matado
ballenas? -se trataba del típico
discurso del grupo opositor. Con grande significancia ya que el símbolo de su
grupo llevó una ballena rodeando al continente sudamericano de modo protector.
Muchos hombres gritaron para romper la
tensión mortal, que habitaba en el ambiente fúnebre del fuerte subterráneo a
prueba de bombas nucleares. Miguel no podía ni decir un “hola” ni mucho menos
gritar como aquellos hombres, llenos de miedo y testosterona (pero principalmente
miedo). Las puertas, ubicadas a unos quince metros por encima de ellos, se
alumbraron con pequeñas luces verdes que indicaban la ausencia del seguro.
Todos miraban hacia arriba, mientras sus caras se tornaban verdes en la
oscuridad del fuerte de guerrilla.
- -Somos ballenas –Continuaba el hombre- Y
cuando caemos al mar no creamos simples olas, ¡creamos Tsunamis! – “¿Qué
diablos dice este tipo…?” se preguntó Miguel, al escuchar aquello. “No caeremos
en un inmenso mar, caeremos en un jodido campo de batalla, que no tardará en
llenarse de sangre. Si llegásemos a caer crearíamos salpicaduras rojas por la
sangre salida de nuestras propias venas.”
Miguel no pudo luchar más con la realidad.
Según él su resistencia debió abandonar el campo de batalla hace meses atrás,
cuando cayeron México y Colombia. Pero las palabras del líder de Brasil los mantenía
firmes en su valentía, en la lucha por nuestras tierras. Puras patrañas. Las
águilas, por primera vez en la historia, mataban ballenas, en un brutal baño de
sangre que pintaba los mares adyacentes de rojo.
Subieron una larga escalera, en fila para
salir. Tardaron un poco en subir los quince metros de la escalera metálica. “De
seguro los fuertes del enemigo tienen elevadores”, pensó Miguel. Algunos
rezaban a medida que ascendían, otros sólo mostraban una cara neutra para
disimular sus emociones. Miguel vio a varios llorar en silencio, pero decididos
a luchar. Una luz iluminó sus rostros; esta vez se trataba de la luz natural de
un atardecer, no de las bombillas verdes de la puerta. Cuando llegó el momento
de pisar tierra Miguel vio el caos: los sonidos opacados por las paredes y el
techo del fuerte eran ahora tan reales como su respirar, tan intensos y tan
desiguales y desastrosos. Bastó con poner un pie fuera para escuchar explosiones
provenientes de todas direcciones, y gritos de moribundos y guerreros luchando.
Su tropa se dispersó sin que él se diese cuenta alrededor del campo de batalla,
y le costaba distinguirlos a todos; de vez en cuando veía uno que otro de su
equipo, pero siempre los perdía en lluvias de polvo y detonaciones.
No perdió el tiempo, de inmediato utilizó su
vista lo mejor que pudo para distinguir soldados heridos, pero todo era un
desorden masivo de personas que disparaban. Miró a su alrededor y quedó
sorprendido por el lugar en el que se encontraba: era un terreno plano, lleno
de polvo y sangre, pero sabía que, antes de ser lo que era, había flores y
árboles alrededor; hace tiempo era un
parque natural; pero las bombas lo destruyeron todo, borrando la belleza que
crecía del suelo.
Se ubicó en un hoyo, que formaba una
trinchera en el piso de tierra y lodo; verificó un par de cuerpos que encontró
en el camino, uno de su bando y otro del bando enemigo. Ambos estaban muertos.
Varias veces las balas de rayo le rozaron el rostro de camino al escondite, así
que se lanzó en la trinchera tan rápido
como pudo. Sus pensamientos volaban con imágenes que recién había visto en el
campo de batalla: tiros en la cabeza; sesos afuera; hombres luchando con su
insignia de ballena en una guerra que parecía jamás ganarían. Guardar la calma
ya no era una opción, incluso con los otros grupos que surgieron a la
superficie, ubicados en los otros fuertes, no hacían un ejército significante
en comparación al del enemigo. Se aferró a su mochila que tenía dentro su
equipo médico. “Concéntrate y dedícate a lo que viniste a hacer”, se dijo. Él
tenía la opción de volver en cualquier momento a su fuerte, siempre y cuando
trajese a un herido de su bando, que primero atendería él mismo en el campo de
batalla para llevarlo a las atenciones médicas superiores en el subsuelo, donde
un equipo médico más grande se encargaría de salvarle la vida al soldado.
En el cielo varios aviones enemigos pasaron
muy cerca de la pelea. Miguel rogaba porque no fuesen aviones bombarderos; nunca
aprendió a distinguirlos. Algo lo distrajo de la algarabía de la batalla y del
zumbido de los aviones. Alguien pedía ayuda. En su etapa de novato entrenó
mucho para escuchar un pedido de auxilio ante el inmenso ruido de la guerra; identificó
un llamado a metros de la trinchera.
Asomó media cabeza con sumo cuidado, para
obtener una mejor visión del campo de batalla. En ese preciso instante el
proyectil de una bazooka voló por encima de su cabeza hasta perderse en las
lejanías. Oculto de nuevo en el hoyo por aquel susto, a miguel le costaba
respirar de la impresión, pero una persona pedía ayuda y tuvo que dejar sus
temores a un lado. Sin pensarlo mucho, salió de su escondite y corrió en la dirección de donde provenía el llamado.
Los sonidos de la tragedia y la adversidad llegaban a sus oídos de todas
direcciones, y le retumbaban hasta
sentir dolor. Pero sus ojos fueron más resistentes, al polvo y a la enorme
cantidad de movimientos en el escenario. Estos fueron capaces de detectar a un
soldado casi desmayado, no muy lejos de la trinchera; se arrastraba, mientras dejaba un rastro rojo que se
mezclaba con la tierra amarilla y su casco centelleaba a la luz del ocaso. El hombre
lo miraba, y no fue necesario que siguiera pidiendo ayuda, porque Miguel estaba
dispuesto a dársela. Rápido y seguro de cada movimiento, se apresuró a atender
al hombre, pero primero tuvo que arrastrarlo a la seguridad del hoyo en el que
se escondía.
Una vez en la trinchera, se encargó de
revisarlo, primero solamente con la mirada; notó un agujero en un costado de su cuerpo donde emergía espesa y cálida sangre. Pero había algo más: chispas salían de la
herida, como fuegos artificiales, sólo que menos intensos. De inmediato
identificó el tipo de bala y la profundidad de la herida.
- -Te han disparado con una bala de rayo
–Las balas de rayo no sólo dejaban a la victima herida, sino que les causaba un
increíble dolor, ya que constantemente electrocutaban la zona afectada. Y la
que tenía incrustada el soldado era de las que descargan su poder cada once
segundos por quinces ciclos en total. Tenía que actuar rápido, pues no
solamente moriría desangrado, sino también sufriría un enorme dolor. los
guantes especiales de Miguel, al igual que su chaleco, impedían que la
electricidad afectara su cuerpo. Mientras sacaba sus implementos, Miguel notó
algo que lo hizo detenerse en seco.
- - Ayúdame, por favor –Decía el soldado; ahogado
bajo su propia agonía. Pero Miguel se había detenido, no porque no quisiera
ayudarlo, sino porque sus ojos miraban fijamente un águila dorada, bordada en el
uniforme del soldado. Era un enemigo.
Una gigantesca exposición causada por una
granada causó que la tierra se moviera muy cerca de ellos, provocando una
lluvia de polvo que les tapó la vista a ambos. Pero a pesar de que Miguel no
veía la insignia él sabía que ahí estaba, ante sus ojos cegados, en el uniforme
de aquel sujeto. Los médicos no tenían permitido usar armas de fuego pero se
les permitía el uso de cuchillos y navajas; Miguel sacó un cuchillo de un
compartimiento de tela que siempre llevaba oculto en sus pantalones y lo
apuntó, de una manera algo absurda, en dirección al soldado. La mano le
temblaba porque no sabía lo que hacía ni lo que pensaba.
- - No… por favor… no… -decía el soldado
entre lágrimas.
Miguel lo vio después de recuperarse de la
nube de polvo que cayó sobre ellos. Era un enemigo y tenía que ser aniquilado.
Pero el cuchillo temblaba en su mano, como lo hacía él.
- -Ten… tengo una novia. N.. no tengo
hijos, pe.. pero tengo a alguien a quién amo. So.. soy joven. Quiero pintar,
quiero escribir anécdotas y mostrarlas al mundo –Una lagrima cayó veloz,
mojando su cara; y enseguida brotaron más con intensidad- quiero hacer muchas
cosas… quiero vivir. Por favor, quiero vivir.
-Es mi deber acabar con tu vida y lo sabes –Respondió Miguel Suarez. Ni él mismo quería creerse lo que decía.
-Es mi deber acabar con tu vida y lo sabes –Respondió Miguel Suarez. Ni él mismo quería creerse lo que decía.
- -Ten piedad.
En ese instante se dibujaron las sombras de una gran cantidad de aviones en el campo. Eran aviones distintos a los que había visto Miguel la vez pasada, y esto lo dejó un rato pensativo, aún con el cuchillo en la mano. Su mente se llenó de imágenes que veía a menudo en fotografías que el ejército daba a conocer, y que muchas veces salían en televisión. Las bombas que estallaban con todo su poder arrasando con todo a su alrededor. Si destruyeron aquel bello parque en unas horas, no costaría nada deshacerse de los hombres que luchaban.
En ese instante se dibujaron las sombras de una gran cantidad de aviones en el campo. Eran aviones distintos a los que había visto Miguel la vez pasada, y esto lo dejó un rato pensativo, aún con el cuchillo en la mano. Su mente se llenó de imágenes que veía a menudo en fotografías que el ejército daba a conocer, y que muchas veces salían en televisión. Las bombas que estallaban con todo su poder arrasando con todo a su alrededor. Si destruyeron aquel bello parque en unas horas, no costaría nada deshacerse de los hombres que luchaban.
Oyó disparos en el cielo. Un combate aéreo.
Eso significaba que había aviones de ambos bandos en el ataque. Elevó la mirada
y efectivamente la realidad concordó con sus ensoñaciones, tanto con lo de los
aviones, como con lo de las bombas. Y no tardaron en sonar las detonaciones de
gran intensidad. Era un todo contra todo. Las águilas bombardeaban a las
ballenas y las ballenas a las águilas.
Grandes paredes de polvo se alzaron por doquier, ya no se escuchaba el sonido
de los gritos y los lamentos, sólo el de las bombas, que caían con intensidad
en el campo de batalla, barriendo con todo ser vivo presente.
“Vamos a morir todos. Tanto nosotros como
ellos. Esta batalla terminará pronto,
pero moriremos todos. Y el único victorioso será el mismo dios de la
muerte.”, pensaba Miguel. Bajó la mirada para ver el cuerpo acostado del
soldado enemigo, que yacía en el barro de la trinchera, a punto de desangrarse.
- -Antes de morir quiero intentar salvarte.
Porque quiero morir haciendo lo que vine a hacer en este maldito mundo. – el
soldado intentó sonreír después de escuchar sus palabras, pero el dolor no se
lo permitió.- Ni siquiera intentes moverte.
No fue nada fácil. Las detonaciones se hacían cada vez más cercanas a su refugio. Miguel pudo jurar ver cadáveres de hombres volando por los aires, a veces no con todas sus partes unidas. Una de las detonaciones que con más intensidad se escucharon atrajo un gran viento hacia ellos, junto con mucho polvo, y este llenó la trinchera. La intensidad de aquella explosión hizo viajar una mano humana entera hacia ellos, cayendo en el lodo, justo al lado del soldado. Un escalofrío recorrió la espalda de Miguel, pero de inmediato se obligó a tranquilizarse, recordando que había visto cosas peores; el soldado no reaccionó ante la mano mutilada por las bombas y Miguel no sabía si era porque se trataba de un hombre valiente o porque estaba demasiado débil para reaccionar ante algo. “Tal vez ya nada le importa. Tal vez sabe que, vea lo que vea o sienta lo que sienta, va a morir el día de hoy.”
- -No dejaré que eso pase. Primero me muero
yo. –Miguel Suarez hablaba solo.
Tal vez lo peor no era el sonido de las
explosiones. Tal vez lo peor era el silencio que se producía entre cada
explosión, que se adueñaba del lugar y que indicaba la muerte de cientos de
hombres. Extrajo la bala con mucha dificultad, ésta aún daba chispazos de luz. La
arrojó lejos de ellos y de la pinza con la que la sacó de la herida. La cara
del soldado águila de inmediato adquirió un tono de alivio. Sus ojos le daban
las gracias a Miguel, no era necesario comunicarse a través de palabras.
Pero aún eran enemigos...
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