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jueves, 19 de septiembre de 2013

El Soldado Médico (Primera parte: El águila Dorada)



Miguel Suarez estaba en pleno campo de batalla haciendo lo que estaba destinado a hacer desde el momento en que nació: Salvar vidas. Miguel era un soldado médico, y en plena quinta guerra mundial se ubicaba en lo que quedaba del territorio que antes recibía el nombre de Argentina. Las grandes Águilas, (el nombre que recibía el enemigo) contraatacaban con toda su artillería a lo poco que quedaba del continente sudamericano. Con sus armas nucleares destruyeron ciudades enteras y con sus soldados genéticamente alterados ganaban todas las batallas a kilómetros de donde Miguel se encontraba. 


Se colocó su casco, se ajustó sus botas y se amarró a su chaleco a prueba de plasma y balas de rayo. Como médico que era, no tenía permitido portar armas de fuego. 

 Faltaba poco para su salida a la intemperie. Su corazón oscilaba más que el viento, y se movía casi como una de esas metralletas antiguas, que se usaron en guerras pasadas,  acontecidas hace más de novecientos años. Se encontraba en una fila, como esperando una sentencia de muerte; delante de él había por lo menos ochenta hombres. “Somos pocos en este fuerte” pensó “pero cuando los soldados de los demás fuertes se unan a nosotros, seremos más”. Trataba de calmarse con sus pensamientos.  Un hombre, muchísimo más robusto que Miguel, captó la atención de todos unos minutos antes de salir a la superficie. Se trataba del sargento Trevor.

-          - Siempre se ha visto, desde los tiempos salvajes del hombre, incluso después de guerras pasadas; que el Águila devora al pez sin piedad. Pero, señores míos ¿Cuándo las águilas han matado ballenas?  -se trataba del típico discurso del grupo opositor. Con grande significancia ya que el símbolo de su grupo llevó una ballena rodeando al continente sudamericano de modo protector. 

  Muchos hombres gritaron para romper la tensión mortal, que habitaba en el ambiente fúnebre del fuerte subterráneo a prueba de bombas nucleares. Miguel no podía ni decir un “hola” ni mucho menos gritar como aquellos hombres, llenos de miedo y testosterona (pero principalmente miedo). Las puertas, ubicadas a unos quince metros por encima de ellos, se alumbraron con pequeñas luces verdes que indicaban la ausencia del seguro. Todos miraban hacia arriba, mientras sus caras se tornaban verdes en la oscuridad del fuerte de guerrilla. 

-          -Somos ballenas –Continuaba el hombre- Y cuando caemos al mar no creamos simples olas, ¡creamos Tsunamis! – “¿Qué diablos dice este tipo…?” se preguntó Miguel, al escuchar aquello. “No caeremos en un inmenso mar, caeremos en un jodido campo de batalla, que no tardará en llenarse de sangre. Si llegásemos a caer crearíamos salpicaduras rojas por la sangre salida de nuestras propias venas.”

  Miguel no pudo luchar más con la realidad. Según él su resistencia debió abandonar el campo de batalla hace meses atrás, cuando cayeron México y Colombia. Pero las palabras del líder de Brasil los mantenía firmes en su valentía, en la lucha por nuestras tierras. Puras patrañas. Las águilas, por primera vez en la historia, mataban ballenas, en un brutal baño de sangre que pintaba los mares adyacentes de rojo. 

  Subieron una larga escalera, en fila para salir. Tardaron un poco en subir los quince metros de la escalera metálica. “De seguro los fuertes del enemigo tienen elevadores”, pensó Miguel. Algunos rezaban a medida que ascendían, otros sólo mostraban una cara neutra para disimular sus emociones. Miguel vio a varios llorar en silencio, pero decididos a luchar. Una luz iluminó sus rostros; esta vez se trataba de la luz natural de un atardecer, no de las bombillas verdes de la puerta. Cuando llegó el momento de pisar tierra Miguel vio el caos: los sonidos opacados por las paredes y el techo del fuerte eran ahora tan reales como su respirar, tan intensos y tan desiguales y desastrosos. Bastó con poner un pie fuera para escuchar explosiones provenientes de todas direcciones, y gritos de moribundos y guerreros luchando. Su tropa se dispersó sin que él se diese cuenta alrededor del campo de batalla, y le costaba distinguirlos a todos; de vez en cuando veía uno que otro de su equipo, pero siempre los perdía en lluvias de polvo y detonaciones. 

  No perdió el tiempo, de inmediato utilizó su vista lo mejor que pudo para distinguir soldados heridos, pero todo era un desorden masivo de personas que disparaban. Miró a su alrededor y quedó sorprendido por el lugar en el que se encontraba: era un terreno plano, lleno de polvo y sangre, pero sabía que, antes de ser lo que era, había flores y árboles alrededor;  hace tiempo era un parque natural; pero las bombas lo destruyeron todo, borrando la belleza que crecía del suelo.

  Se ubicó en un hoyo, que formaba una trinchera en el piso de tierra y lodo; verificó un par de cuerpos que encontró en el camino, uno de su bando y otro del bando enemigo. Ambos estaban muertos. Varias veces las balas de rayo le rozaron el rostro de camino al escondite, así que se lanzó en  la trinchera tan rápido como pudo. Sus pensamientos volaban con imágenes que recién había visto en el campo de batalla: tiros en la cabeza; sesos afuera; hombres luchando con su insignia de ballena en una guerra que parecía jamás ganarían. Guardar la calma ya no era una opción, incluso con los otros grupos que surgieron a la superficie, ubicados en los otros fuertes, no hacían un ejército significante en comparación al del enemigo. Se aferró a su mochila que tenía dentro su equipo médico. “Concéntrate y dedícate a lo que viniste a hacer”, se dijo. Él tenía la opción de volver en cualquier momento a su fuerte, siempre y cuando trajese a un herido de su bando, que primero atendería él mismo en el campo de batalla para llevarlo a las atenciones médicas superiores en el subsuelo, donde un equipo médico más grande se encargaría de salvarle la vida al soldado.

  En el cielo varios aviones enemigos pasaron muy cerca de la pelea. Miguel rogaba porque no fuesen aviones bombarderos; nunca aprendió a distinguirlos. Algo lo distrajo de la algarabía de la batalla y del zumbido de los aviones. Alguien pedía ayuda. En su etapa de novato entrenó mucho para escuchar un pedido de auxilio ante el inmenso ruido de la guerra; identificó un llamado a metros de la trinchera.

  Asomó media cabeza con sumo cuidado, para obtener una mejor visión del campo de batalla. En ese preciso instante el proyectil de una bazooka voló por encima de su cabeza hasta perderse en las lejanías. Oculto de nuevo en el hoyo por aquel susto, a miguel le costaba respirar de la impresión, pero una persona pedía ayuda y tuvo que dejar sus temores a un lado. Sin pensarlo mucho, salió de su escondite y corrió en  la dirección de donde provenía el llamado.

  Los sonidos de la tragedia y  la adversidad llegaban a sus oídos de todas direcciones, y  le retumbaban hasta sentir dolor. Pero sus ojos fueron más resistentes, al polvo y a la enorme cantidad de movimientos en el escenario. Estos fueron capaces de detectar a un soldado casi desmayado, no muy lejos de la trinchera; se arrastraba,  mientras dejaba un rastro rojo que se mezclaba con la tierra amarilla y su casco centelleaba a la luz del ocaso. El hombre lo miraba, y no fue necesario que siguiera pidiendo ayuda, porque Miguel estaba dispuesto a dársela. Rápido y seguro de cada movimiento, se apresuró a atender al hombre, pero primero tuvo que arrastrarlo a la seguridad del hoyo en el que se escondía. 

  Una vez en la trinchera, se encargó de revisarlo, primero solamente con la mirada;  notó un agujero en un costado de su cuerpo donde emergía  espesa y cálida sangre. Pero había algo más: chispas salían de la herida, como fuegos artificiales, sólo que menos intensos. De inmediato identificó el tipo de bala y la profundidad de la herida.

-          -Te han disparado con una bala de rayo –Las balas de rayo no sólo dejaban a la victima herida, sino que les causaba un increíble dolor, ya que constantemente electrocutaban la zona afectada. Y la que tenía incrustada el soldado era de las que descargan su poder cada once segundos por quinces ciclos en total. Tenía que actuar rápido, pues no solamente moriría desangrado, sino también sufriría un enorme dolor. los guantes especiales de Miguel, al igual que su chaleco, impedían que la electricidad afectara su cuerpo. Mientras sacaba sus implementos, Miguel notó algo que lo hizo detenerse en seco.

-        -  Ayúdame, por favor –Decía el soldado; ahogado bajo su propia agonía. Pero Miguel se había detenido, no porque no quisiera ayudarlo, sino porque sus ojos miraban fijamente un águila dorada, bordada en el uniforme del soldado. Era un enemigo.

  Una gigantesca exposición causada por una granada causó que la tierra se moviera muy cerca de ellos, provocando una lluvia de polvo que les tapó la vista a ambos. Pero a pesar de que Miguel no veía la insignia él sabía que ahí estaba, ante sus ojos cegados, en el uniforme de aquel sujeto. Los médicos no tenían permitido usar armas de fuego pero se les permitía el uso de cuchillos y navajas; Miguel sacó un cuchillo de un compartimiento de tela que siempre llevaba oculto en sus pantalones y lo apuntó, de una manera algo absurda, en dirección al soldado. La mano le temblaba porque no sabía lo que hacía ni lo que pensaba.

-             - No… por favor… no… -decía el soldado entre lágrimas.

  Miguel lo vio después de recuperarse de la nube de polvo que cayó sobre ellos. Era un enemigo y tenía que ser aniquilado. Pero el cuchillo temblaba en su mano, como lo hacía él. 

-          -Ten… tengo una novia. N.. no tengo hijos, pe.. pero tengo a alguien a quién amo. So.. soy joven. Quiero pintar, quiero escribir anécdotas y mostrarlas al mundo –Una lagrima cayó veloz, mojando su cara; y enseguida brotaron más con intensidad- quiero hacer muchas cosas… quiero vivir. Por favor, quiero vivir. 

 

        -Es mi deber acabar con tu vida y lo sabes –Respondió Miguel Suarez. Ni él mismo quería creerse lo que decía.

-          -Ten piedad. 
  
        En ese instante se dibujaron las sombras de una gran cantidad de aviones en el campo. Eran aviones distintos a los que había visto Miguel la vez pasada, y esto lo dejó un rato pensativo, aún con el cuchillo en la mano. Su mente se llenó de imágenes que veía a menudo en fotografías que el ejército daba a conocer, y que muchas veces salían en televisión. Las bombas que estallaban con todo su poder arrasando con todo a su alrededor. Si destruyeron aquel bello parque en unas horas, no costaría nada deshacerse de los hombres que luchaban. 

  Oyó disparos en el cielo. Un combate aéreo. Eso significaba que había aviones de ambos bandos en el ataque. Elevó la mirada y efectivamente la realidad concordó con sus ensoñaciones, tanto con lo de los aviones, como con lo de las bombas. Y no tardaron en sonar las detonaciones de gran intensidad. Era un todo contra todo. Las águilas bombardeaban a las ballenas y  las ballenas a las águilas. Grandes paredes de polvo se alzaron por doquier, ya no se escuchaba el sonido de los gritos y los lamentos, sólo el de las bombas, que caían con intensidad en el campo de batalla, barriendo con todo ser vivo presente.

  “Vamos a morir todos. Tanto nosotros como ellos. Esta batalla terminará pronto,  pero moriremos todos. Y el único victorioso será el mismo dios de la muerte.”, pensaba Miguel. Bajó la mirada para ver el cuerpo acostado del soldado enemigo, que yacía en el barro de la trinchera, a punto de desangrarse. 

-          -Antes de morir quiero intentar salvarte. Porque quiero morir haciendo lo que vine a hacer en este maldito mundo. – el soldado intentó sonreír después de escuchar sus palabras, pero el dolor no se lo permitió.- Ni siquiera intentes moverte.

  No fue nada fácil. Las detonaciones se hacían cada vez más cercanas a su refugio. Miguel pudo jurar ver cadáveres de hombres volando por los aires, a veces no con todas sus partes unidas. Una de las detonaciones que con más intensidad se escucharon atrajo un gran viento hacia ellos, junto con mucho polvo, y este llenó la trinchera. La intensidad de aquella explosión hizo viajar una mano humana entera hacia ellos, cayendo en el lodo, justo al lado del soldado. Un escalofrío recorrió la espalda de Miguel, pero de inmediato se obligó a tranquilizarse, recordando que había visto cosas peores; el soldado no reaccionó ante la mano mutilada por las bombas y Miguel no sabía si era porque se trataba de un hombre valiente o porque estaba demasiado débil para reaccionar ante algo. “Tal vez ya nada le importa. Tal vez sabe que, vea lo que vea o sienta lo que sienta, va a morir el día de hoy.”

-          -No dejaré que eso pase. Primero me muero yo. –Miguel Suarez hablaba solo.

  Tal vez lo peor no era el sonido de las explosiones. Tal vez lo peor era el silencio que se producía entre cada explosión, que se adueñaba del lugar y que indicaba la muerte de cientos de hombres. Extrajo la bala con mucha dificultad, ésta aún daba chispazos de luz. La arrojó lejos de ellos y de la pinza con la que la sacó de la herida. La cara del soldado águila de inmediato adquirió un tono de alivio. Sus ojos le daban las gracias a Miguel, no era necesario comunicarse a través de palabras. 
Pero aún eran enemigos...



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