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sábado, 14 de diciembre de 2013

Más Ebrio que El Ron



Entro en mi habitación vacía. No hay paredes blancas como en los manicomios. Hay espejos con un marco gris, muy poco lujosos, que deslumbran cuando abro la ventana polvorienta. En partículas se divide mi alma, como el polvo que sale de la cortina. En susurros me desahogo, cuando sé que mis gritos no serán escuchados jamás, ni por ti, ni por él, ni por los animales de la ciudad de concreto. Tengo ganas de fumar y no suelo fumar; tengo ganas de volar como un halcón, pero eres tú la que guarda mis alas. 


       Mis dedos sienten el chasquido de la máquina de escribir: uno de los placeres que más disfruto hoy en día, porque sustituye el tacto de tu piel; suave, sin granos, ni ronchas que estorben el camino de mis manos. Todo lo contrario a mi cuerpo, que se  hunde y se distorsiona. Pero no te daba miedo tocarme, pues para eso fuimos creados. 

       No hay amargura más grande que la que deja el ron cuando estoy en soledad. Como un elefante sentado en mi pecho, haciendo piruetas para los espectadores de un circo de ebrios. Y, como fantasmas, aparecen sombras que me acompañan a beber el tóxico líquido, en sucios pensamientos de coitos interrumpidos, de aquellas veces en las que dejamos de amarnos tanto. 

       Hay aires de revolución en las calles. Me encierro en los tanques militares para protegerme de la gente que escupe sobre mi cara. luego disparo los cañones para verlos volar a todos en pedazos. Poe me enseñó a ser cruel. Pero eres tú un autor desconocido del cual creí haber sido el único lector. Muero de pena: En ti no existe un olor a libro nuevo. 

       Aún espero cartas en donde me saludas. Mecanografías en las cuales no paro de sentir cada palabra que me escribes, como cuando éramos algo, o muchas cosas a la vez. El ron me hace compañía, los perros se van a dormir conmigo; tú eres solamente un molesto tomo, cuyas cacofonías, en un tiempo pasado, no me cansaba de repetir en voz alta, casi en aullidos de amor, que pensé sonaban como de lobo enamorado y que, según tú, fueron de un maldito perro ebrio. 

       Me despido, a tu salud, intentando no vomitar encima de las hojas sueltas; rodeado de papeles arrugados, destruidos de tantas veces que me he equivocado escribiéndote. Pero esta vez sí, después de la carta número 137, prometo no mecanografiar más tu nombre con un vaso de alcohol en la mano.


Salud al mar que nos separa
a tus ojos
y a tus besos que ahora sólo siento en mis sueños.


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