Todo
es una lucha desde el primer respiro de nuestros pulmones. Peleamos contra
nuestras piernas, siendo bebés, para poder avanzar y dar nuestros primero
pasos. Luchamos constantemente para
poder comunicarnos bien a corta edad, pero solo terminamos llorando
frenéticamente.
Al
crecer un poco más, nuestro propio cuerpo se vuelve el enemigo. Engordamos,
llega el molesto acné, nos sentimos feos, grotescos y en desacuerdo con nuestra
apariencia. La mente lucha contra el cuerpo y nosotros mismos terminamos siendo el campo
de batalla.
En
el colegio nos educan para ponernos a prueba; nos señalan como “aplicados” o “de
lento aprendizaje”. Nos enseñan que el amor es lo correcto; aunque al crecer
nos desilusionamos cuando nos rompen el corazón.
Estudiamos
toda nuestra vida para ser seres cultos; porque el régimen, nuestros padres y
los profesores, desean que seamos “alguien”. A final de cuentas, ¿Es la
educación lo que nos hace ese “alguien” en la vida? nos educan
para que seamos lo mejor que podamos ser, aunque es nuestra decisión como seres
humanos lograr algo verdaderamente con todo lo que formamos como personas. Es a
partir de eso que empezamos, verdaderamente, a ser ese “alguien”.
Después
de la educación vienen un sinfín de luchas, de objetivos, de metas; que nos
llegan de repente como criaturas que deben ser vencidas y que, en ocasiones,
nos ganan la batalla. Es por eso que El Hombre es un luchador nato. Así
ganemos o perdamos nos toca luchar por lo que queramos en nuestro futuro.
La
educación es una pelea con muchas pruebas y enemigos que nos
hacen a la final ganar nuestro título de héroes nacionales. Y a partir de ahí,
una vez adquiridos los títulos necesarios, empezamos de cero en un mundo que
desconocemos y que nos desconoce a nosotros.
Y
nos pintan de pequeños un montón de oportunidades y lecciones de nuestro
futuro, sin explicarnos lo complicado que resulta todo al fin y al cabo. ¡Pero
es porque la pelea pierde sentido si nos cuentan la estrategia del enemigo!
¡Pierde emoción y chispa!
Somos
luchadores natos en el coliseo de nuestras vidas. No nos diferenciamos mucho de
los animales en esto último: vivimos, luchamos, sobrevivimos, aprendemos, y
está en nuestro honor morir peleando como lo hicieron los espartanos en su
tiempo.
Terminamos
siendo, después de tanta lucha, guerreros nobles y sabios. Para luego morir en nuestros
chinchorros con una boca llena de experiencias y nietos llenos de anécdotas.
Nuestras
peleas más gratificantes son las que le ganamos al amor (Aunque este siempre
termine debilitándonos de alguna u otra forma); y poco a poco vemos que en cada
victoria se encuentra aquél sentimiento triunfante: en nuestra familia y
mejores amistades; cuando vemos caer la lluvia por las tardes; en las sonrisas
de nuestros hijos; en nuestras recompensas; en el trabajo que amamos hacer. En
cada una de nuestras victorias, el amor se transmuta en nuestro trofeo.
De
todo esto vivimos. La vida es siempre una batalla épica, donde debemos elegir
bandos; donde tenemos que cuidarnos de trampas peligrosas; donde tenemos que
ver a los mejores de nosotros partir y continuar el camino sobre el sendero sin
ellos, y tan solo en nuestra memoria quedan. Pero, a pesar del derramamiento de
sangre y lágrimas, siempre valdrá la pena sonreír al ganar la batalla. Siempre
hay algo por qué luchar y la felicidad es el objetivo de todas nuestras
guerras.
Demostremos
gratitud a La Eterna Lucha: La Vida.
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