“Las sombras de los árboles cubrían mi rostro
manchado, en una penumbra aparentemente infinita para mis ojos. Un frío me
arropaba sin compasión, pero yo me negaba a sentir los débiles hormigueos en mi
piel que –como piel de gallina- mostraba mis vellos elevados como pilares. Nada
era cien por ciento real para mí, sólo la presencia de su cadáver, y mi mirada
que no dejaba de perderse en la herida que gorgoteaba el espeso líquido vital y
caliente. Pero no mucho salía de ésta cuando llegué al bosque: las hojas
manchadas en el suelo de tierra fueron un indicio perfecto para un cálculo de
la cantidad de sangre perdida del cuerpo. Sí, Estaba muerto. Muerto como los
cuerpos de las zarigüeyas que solía ver
en la carretera, cuando iba de viaje con mi hermano. Me preguntaba en ese
instante si él también estaría muerto; asesinado y arrojado en una zanja de
algún bosque lejano o cercano, o consumido por un cáncer mortal; o baleado por
asaltantes. No volví a verlo ni a pensar en él hasta ese instante. Tomé un
largo respiro y cerré los ojos, intentando analizar lo que estaba pasando, pero
sólo logré que una frase invadiera mis pensamientos: “Lo he matado”.
Quiero obligarme a olvidar el momento en que
corrí hacia el hombre y tomé el cuchillo, porque fue como si una pesadilla se
volviese realidad al instante en que penetré su cuello. Pero me gustó.
Reluciendo manchas rojas, mi arma parecía hermosa, centelleando en la luz
artificial de la cocina. Y el olor a sangre que emanaba hacía palpitar cada
rincón de mi cuerpo, por extraño que parezca.
Tengo la suerte de vivir en una cabaña alejada de la civilización,
rodeada de bosques con frondosos pinos, y lindas ardillas que me hacen compañía
cuando canto canciones en mis soledades. Pude arrastrar el cuerpo con
dificultades hasta las afueras naturales, dejando rastros de sangre que no me
molesté en limpiar de inmediato. Lo arrojé en un claro del bosque y lo miré
entre asustado y feliz. El cuerpo de mi padre lucía mejor muerto que nunca antes
lo hizo con vida.
Antes de soltar mis primeras lágrimas de
espanto las carcajadas estallaron en mi garganta, resonando y rebotando en los
árboles, asustando a varias aves que emprendieron vuelo para alejarse de mi
locura. No perdí mi tiempo y empecé a cavar su tumba. ¿Es lógico que enterrara
el cuerpo de mi padre detrás de mi propia casa, a metros de ésta? Me sentía libre de todo crimen, astuto y
poderoso. Me di el atrevimiento de adornar la tumba con flores que sembré a su
alrededor. Me pareció un adorno bonito y peculiar, aparte de útil ya que
escondía la irregularidad de la tierra después de haber tapado el hoyo.
Mis labios sonríen cuando las evocaciones de su
garganta, estallando y dejando una estela de sangre en mi cara, aparecen en mis
recuerdos; fue así como mi pánico se mezcló con mis recuerdos, convirtiéndose
todo en la suma igualitaria a mi deseo de verlo morir, impulsado por años de
amargura. Recordé los gritos de mi hermano en su habitación cuando se encerraba
con él, mientras aparecía la solemne luz de su mirada que poco a poco se fue
apagando en su rostro.
Me dejé derrumbar en mi cama debido al
cansancio emocional y físico. Justo en lo que estuve a punto de cerrar mis
ojos, cuyos párpados pesaban como plomo, escuché mi nombre. Mi nombre
pronunciado por la oscuridad de la alcoba. Una y otra vez. En susurros, gritos,
con una voz masculina. De un salto me levanté de la cama, rápido como un rayo,
pero no lograba distinguir nada en la penumbra. Y es curioso que me diese miedo
encender la luz del cuarto, después de haber reunido la locura suficiente que
me hizo llevar a cabo aquel acto de asesinato. Aun así decidí no hacer nada más
que volver a mi cama, un refugio poco práctico.
De
inmediato escuché mi nombre una vez más, pronunciado por una voz gruesa y profunda,
misteriosamente familiar. Fue ahí donde lo vi: él era parte de la oscuridad de
la habitación, pero se lograba distinguir en una silueta más tenebrosa que el
mismo entorno. Una figura con hombros anchos y cabello oscuro, cuyos ojos no
dejaban de observarme mientras de las paredes no paraba el retumbar del sonido
provocado por la pronunciación de mi nombre.
Está de más decir que mis sueños fueron
interrumpidos. De esta forma han pasado ya siete noches después de haber
enterrado a mi padre, pero sé que él es el dueño de mis insomnios; sé que es él
quien me mira dormir. Y Mientras escribo estas palabras, que puede no sean
leídas por nadie, me mira; su mirada parece leer mi alma porque sabe que le
temo.
Ahora me observa cada noche. No me acostumbro a su presencia espectral que me hace temblar y llorar como el infante que fui. Papá, con su mirada acusadora, la misma que siempre aplicó cuando era niño, aún espera el momento en que me muera y me reúna con él, para que pueda atormentarme en otro plano como lo hizo mientras aún estaba con vida.”
Ahora me observa cada noche. No me acostumbro a su presencia espectral que me hace temblar y llorar como el infante que fui. Papá, con su mirada acusadora, la misma que siempre aplicó cuando era niño, aún espera el momento en que me muera y me reúna con él, para que pueda atormentarme en otro plano como lo hizo mientras aún estaba con vida.”
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