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sábado, 15 de marzo de 2014

Confesión




 “Las sombras de los árboles cubrían mi rostro manchado, en una penumbra aparentemente infinita para mis ojos. Un frío me arropaba sin compasión, pero yo me negaba a sentir los débiles hormigueos en mi piel que –como piel de gallina- mostraba mis vellos elevados como pilares. Nada era cien por ciento real para mí, sólo la presencia de su cadáver, y mi mirada que no dejaba de perderse en la herida que gorgoteaba el espeso líquido vital y caliente. Pero no mucho salía de ésta cuando llegué al bosque: las hojas manchadas en el suelo de tierra fueron un indicio perfecto para un cálculo de la cantidad de sangre perdida del cuerpo. Sí, Estaba muerto. Muerto como los cuerpos de las zarigüeyas  que solía ver en la carretera, cuando iba de viaje con mi hermano. Me preguntaba en ese instante si él también estaría muerto; asesinado y arrojado en una zanja de algún bosque lejano o cercano, o consumido por un cáncer mortal; o baleado por asaltantes. No volví a verlo ni a pensar en él hasta ese instante. Tomé un largo respiro y cerré los ojos, intentando analizar lo que estaba pasando, pero sólo logré que una frase invadiera mis pensamientos: “Lo he matado”.



  Quiero obligarme a olvidar el momento en que corrí hacia el hombre y tomé el cuchillo, porque fue como si una pesadilla se volviese realidad al instante en que penetré su cuello. Pero me gustó. Reluciendo manchas rojas, mi arma parecía hermosa, centelleando en la luz artificial de la cocina. Y el olor a sangre que emanaba hacía palpitar cada rincón de mi cuerpo, por extraño que parezca. 

  Tengo la suerte de vivir  en una cabaña alejada de la civilización, rodeada de bosques con frondosos pinos, y lindas ardillas que me hacen compañía cuando canto canciones en mis soledades. Pude arrastrar el cuerpo con dificultades hasta las afueras naturales, dejando rastros de sangre que no me molesté en limpiar de inmediato. Lo arrojé en un claro del bosque y lo miré entre asustado y feliz. El cuerpo de mi padre lucía mejor muerto que nunca antes lo hizo con vida.

  Antes de soltar mis primeras lágrimas de espanto las carcajadas estallaron en mi garganta, resonando y rebotando en los árboles, asustando a varias aves que emprendieron vuelo para alejarse de mi locura. No perdí mi tiempo y empecé a cavar su tumba. ¿Es lógico que enterrara el cuerpo de mi padre detrás de mi propia casa, a metros de ésta? Me sentía libre de todo crimen, astuto y poderoso. Me di el atrevimiento de adornar la tumba con flores que sembré a su alrededor. Me pareció un adorno bonito y peculiar, aparte de útil ya que escondía la irregularidad de la tierra después de haber tapado el hoyo. 

  Mis labios sonríen cuando las evocaciones de su garganta, estallando y dejando una estela de sangre en mi cara, aparecen en mis recuerdos; fue así como mi pánico se mezcló con mis recuerdos, convirtiéndose todo en la suma igualitaria a mi deseo de verlo morir, impulsado por años de amargura. Recordé los gritos de mi hermano en su habitación cuando se encerraba con él, mientras aparecía la solemne luz de su mirada que poco a poco se fue apagando en su rostro.

  Me dejé derrumbar en mi cama debido al cansancio emocional y físico. Justo en lo que estuve a punto de cerrar mis ojos, cuyos párpados pesaban como plomo, escuché mi nombre. Mi nombre pronunciado por la oscuridad de la alcoba. Una y otra vez. En susurros, gritos, con una voz masculina. De un salto me levanté de la cama, rápido como un rayo, pero no lograba distinguir nada en la penumbra. Y es curioso que me diese miedo encender la luz del cuarto, después de haber reunido la locura suficiente que me hizo llevar a cabo aquel acto de asesinato. Aun así decidí no hacer nada más que volver a mi cama, un refugio poco práctico. 

De inmediato escuché mi nombre una vez más, pronunciado por una voz gruesa y profunda, misteriosamente familiar. Fue ahí donde lo vi: él era parte de la oscuridad de la habitación, pero se lograba distinguir en una silueta más tenebrosa que el mismo entorno. Una figura con hombros anchos y cabello oscuro, cuyos ojos no dejaban de observarme mientras de las paredes no paraba el retumbar del sonido provocado por la pronunciación de mi nombre. 

  Está de más decir que mis sueños fueron interrumpidos. De esta forma han pasado ya siete noches después de haber enterrado a mi padre, pero sé que él es el dueño de mis insomnios; sé que es él quien me mira dormir. Y Mientras escribo estas palabras, que puede no sean leídas por nadie, me mira; su mirada parece leer mi alma porque sabe que le temo.

  Ahora me observa cada noche. No me acostumbro a su presencia espectral que me hace temblar y llorar como el infante que fui. Papá, con su mirada acusadora, la misma que siempre aplicó cuando era niño, aún espera el momento en que me muera y me reúna con él, para que pueda atormentarme en otro plano como lo hizo mientras aún estaba con vida.”

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