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miércoles, 23 de julio de 2014

Carajita





Una niña sin incisivos centrales comía caramelos; chupaba su dulce hasta verlo desaparecer en su roja lengua. Armando, su vecino, se burlaba de sus dientes caídos, y de la forma que comía caramelos de frutas. “Maldito seas, niño. Maldito seas”, pensaba para ella, sin decirlo, pues su madre le enseñó a no decir groserías pero olvidó enseñarle a dejar de pensarlas. A Armando le gustaba la niña, por eso se burlaba sin compasión, ya que los niños no asimilan muy bien el amor. Se siguió burlando hasta hacerla llorar una tarde. “Maldito seas, Armando. Maldito seas”, le dijo de nuevo la niña, en el parque, chupando un caramelo de cereza.




   Al llorar, los huecos que dejaron sus dientes se hicieron notar más que nunca, porque la niña lloró con su boca bien abierta. Parecía una alarma contra incendios.


   –Cállate la boca, carajita –le decía el rudo de Armando, sin ser él mucho mayor que la pequeña– ¿No ves que pareces una alarma contra incendios?


   Llegó a su casa, corriendo y llorando. Su papá, el dentista del pueblo, la consoló en sus brazos. Consuelo que no duró demasiado. Ese día se escabulló en la oficina de su padre, para ver la forma en que trabajaba las bocas de sus clientes. Al descubrirla, él solo la dejó observando inocentemente cada sesión sin problema alguno.


  La niña veía, cuidadosa de los detalles, aprendiendo y captando, viendo la sangre que escupían en el lavabo, y viendo estremecer los cuerpos de los clientes más jóvenes, de miedo y de dolor. Por la noche la niña robó sus cosas, como una ladrona que hurta tesoros, se llevó lo brillante y puntiagudo, las jeringas, la anestesia, las pinzas y demás.


   Cuando amaneció, la niña salió a jugar con Armando; ella misma lo fue a buscar a su casa. Llevaba un bolso de colores chocantes y flores mal pintadas y, cada vez que caminaba, hacía ruidos metálicos como si ella misma estuviese hecha de tuercas y piezas metalizadas. Paso a paso, CLAC CLAC, hacia el parque, CLAC CLAC. Armando le preguntó qué tenía metido allí, ella le contestó:



   –Juguetes para ti.

   –¿ Para mí? .

   –Sí, jugaremos al dentista.

   –Pero si no tienes dientes.


   La niña solo pudo reír de su mal chiste. Desviaron, guiados por la niña, su camino del parque hasta llegar a una zona baldía, cubierta de monte y descuidada. Armando no preguntaba, solo veía. De repente una roca impactó su cráneo, una y otra vez hasta hacerlo sangrar, hasta causarle mareos. Calló en el suelo de tierra y la niña quedó encima.



   –Yo soy el dentista y tú mi cliente.


   Inyectó la anestesia, sin saber muy bien cómo, con furia y sin cuidado, en sus pequeñas manos. Para impedir que le pegara en la cara. Fue un ataque de furia y primitivo, sus manos y pequeños brazos quedaron agujereados, como picados por avispas. La medida fue por precaución, pues la piedra lo había noqueado casi por completo, aunque aún hablaba, como delirando, recitando un santo canto de dolor.



   –¡Te voy a quitar los dientes! –le gritaba. Armando contestó con más alaridos.


  Sacó las pinzas, gruesas y más grandes que sus propias manos, y colocó su incisivo lateral superior izquierdo entre las mandíbulas de estas, luego apretó con sus diminutos dedos, con toda la fuerza que pudo sacar de su cuerpo de muñeca. Jaló hacia ella para sacarlo. El grito de Armando casi la deja sorda, pero se armó con más furia para seguir jalando.


   Un mal movimiento logró que el incisivo se quebrara sin que saliese por completo, y los trozos blancos salieron volando como proyectiles de su boca y dieron en el suelo de tierra amarilla, pintados de rojo debido a la sangre que brotaba ya de la encía. Armando lloraba, ahogándose a veces con su propia saliva.


   –Cállate la boca, carajita –le dijo la niña, mientras se dedicaba a quebrar cada uno de sus dientes–. Pareces una alarma contra incendios. 



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