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lunes, 11 de agosto de 2014

Las sombras en tu rostro




Marcos corría a la orilla del lago con su papagayo, pero no había viento que lo impulsara a volar. El juguete hecho con palitos y bolsas de plástico no despegó nunca; y algo tenía aquella mañana: el viento le mandó un mensaje que no había podido descifrar aún. Los pájaros no cantaron al amanecer, los insectos dejaron de picar su delgado y sucio cuello. Pero su diversión no se vería interrumpida por la naturaleza: tomó su caña de pescar hecha a mano, desamarró una curiara del muelle y se lanzó al lago a pescar. Su mamá hacía arepas en el budare, finas y con la forma exacta de un disco.


   La madre notó algo en la fría mañana: el cielo era grisáceo y los pájaros no cantaban. Vio a su hijo, extrañada por un sentimiento de angustia, y le dijo, antes de que saliera a jugar fuera de casa, que tuviese cuidado con las culebras, con alguna rama mal puesta con la que pudiese tropezar, y le advirtió que las nubes avisaban un chaparrón de agua. Y, como última advertencia, le ordenó que se alejara del lago, pues los vientos soplaban como  pulmones de espíritus sabaneros.

   En su frustración de no haber podido volar el papagayo, Marcos borró de su memoria las advertencias. Lo que más le consternaba era el hecho de que la mañana había comenzado con ventisca, y es por eso que decidió sacar su papagayo; pero una vez inició su juego, el viento no lo ayudó a elevarlo. ¿Cómo podía ser?, se preguntaba. Sin pensar más en el odioso viento, emprendió el viaje en la curiara, como listo para una nueva aventura.

   El lago era un extenso pozo de oscuridad y reflejaba las nubes grises del cielo, cosa que lo hacía ver más como un hoyo en medio de la sabana, y Marcos sentía que flotaba encima de aquella masa tenebrosa. Con valentía, remó hasta que sintió que fue suficiente y lanzó el fino hilo de la caña al agua, que en la punta tenía de carnada un pedazo de lombriz. Se armó de paciencia para esperar que algo picara. Los primeros minutos se le hicieron eternos y casi se rindió de inmediato.

   La madre terminó las arepas y las colocó en la mesita de madera donde siempre comían. No veía a Marcos por los alrededores de la humilde casita.

   -¡Hijo, a comer! –gritó la madre.


   Lejos de allí estaba Marcos en la curiara. Escuchó la voz de su madre pero la ignoró.


   -¡Hijo, a comer! –gritó la madre de nuevo.

   -¡Coño! –respondió el pequeño, en voz baja para no ser escuchado.

En el instante en que volteó su cuerpo para empezar a remar hacia la orilla, escuchó que alguien le hablaba en pemón:

   -¿Te vas a rendir tan fácil?, no has pescado ni un pececito.
   De inmediato se volteó de nuevo hacia el lago y, en una gigante rama que sobresalía de la superficie y que se expandía a metros sobre su cabeza, vio a un señor vestido de forma elegante, con un chaleco marrón encima de una camisa blanca, sentado sobre la rama. Sus ropas estaban sucias y rasgadas. Por alguna razón, Marcos no pudo verle el rostro por más que intentó hurgar con sus ojos pues, cada vez que su mirada hacía el esfuerzo, un impulso le ordenaba a voltearse y huir. Su cara entonces era un un hueco tan oscuro como el agua del lago.

   -Si de verdad quieres verme la cara, tienes que venir conmigo. De cerca me verás mejor –le comunicó el desconocido.

   -¡Marcos, a comer, coño! –aún gruñía la madre.

   Pero el niño solo observaba al hombre, aún sin poder mirar su cara, y su figura lo hipnotizaba. La oscuridad de su cuerpo lo llamaba. Marcos tenía inmensas ganas de ver su rostro, de ir con él. Y comenzó a remar hacia el cuerpo sentado en la rama. ¿De dónde había salido la rama?, Si era tan grande, ¿cómo no pudo verla antes? Parecía un árbol que brotaba de la oscuridad. Su pequeño cerebro formulaba cientos de preguntas en ese instante, que al mismo tiempo no quería responder. Y se negaba a intentar responderlas porque sabía que algo no estaba bien con todo aquello. Las respuestas no llegarían nunca.

   Comenzó a remar hacia ese ser misterioso hombre que lo llamaba y le tendía la mano. Una risa tronó y rebotó por todo el lugar, como si hubiese reído frente a un megáfono. Era una risa calma y opaca, de alguien mayor, que relajaba y transmitía seguridad en Marcos. El niño sonrió al escucharla. Sus ojos veían hacia el frente sin pensar en nada que no fuese aquel ser vestido con un traje harapiento.

   -Yo te amo, Marcos.

   -Yo... lo amo a usted, señor.

   Marcos estiró su mano derecha hacia el desconocido, ya la curiara estaba cerca de la oscura rama que brotaba del lago, donde el hombre permanecía sentado, también con la mano extendida.
   
   -¡MARCOS! ¡MARCOS! ¿Qué haces, hijo? – La madre apareció en la orilla. – ¿Qué te dije de estar en el lago?

   Fue como una gran y dolorosa bofetada. Como despertar después de ser mojado por un cubo de agua fría. La rama no estaba y tampoco el hombre. Solo le acompañaban su caña de pescar, la oscuridad del lago, y las nubes grises que parecían observarlo en lo alto.

   Una vez en la mesa y después de un bien merecido regaño de la madre, comió sus arepas sin decir nada.

   -¿Ahora qué tienes? – Preguntó la mamá, molesta pero curiosa.
   

   -Nada.
  
 -Si es porque te regañé, tienes que entender que...

   -No es eso.

   -¿Qué es?

  -Nada. No voló mi papagayo –mintió Marcos. La imagen del señor no se despegaba de sus pensamientos.

   -¿Con este viendo no voló?, quizás no lo preparaste bien. 

   -Sí lo hice.

   -Debe tener huecos en las alas.

   -No los tiene.

   -Ya volará mañana, mi amor. 


   Fue un desayuno silencioso. La señora observó a su hijo, preocupada y en silencio. Retomó de nuevo la palabra:

   -Hay algo raro en la mañana. No quiero que vayas a pescar de nuevo al lago.

   -¡Pero quiero ir a pescar! –refutó Marcos.

   Sus gritos caprichosos no le ayudaron a cambiar la opinión de su madre: tuvo prohibido ir al lago el resto del día. Pasó el resto de la mañana y la tarde sentado en el marco de la única ventana de su pequeña casa, viendo en dirección al lago. Pensando en los peces que no capturó nunca y en la mano que no llegó a tocar. Había un miedo en su pecho por lo que había sentido al ver al hombre sin rostro, pero no lo sintió ese instante, lo sintió en el momento que decidió sentarse y meditar lo que había presenciado. No pudo cerrar los ojos ni descansar esa noche.

   De repente, mientras se encontraba acostado, escuchó algo. “¡PSSS, hey!”. Se exaltó pero el sonido volvió: “PSSS, Marcos”. Caminó fuera de su habitación, hacia la sala donde se encontraba la ventana abierta por completo y, a través de la ventana, fuera de la casa, en medio de la oscuridad pero poco iluminado por la luna, estaba el hombre. Esta vez sí pudo ver sus ojos, destellos blancos como diamantes; el resto de su rostro, de nuevo, era negrura infinita.

   -¿Por qué no me fuiste a ver, Marcos? -preguntó, con un tono de tristeza, de nuevo en lengua pemón.

   -M-mi ma-ma-mamá no me dejó –era diferente entonces, ya no sentía atracción por su oscuridad. Marcos quería huir lejos de él. Su presencia era sofocante y se expandía por los bosques a su alrededor y entraba en la casa. Sintió frío como nunca antes. 

   -Me sentí triste por tu partida.

   -Lo lamento, señor. Tengo que irme a dormir. 

   -Ven conmigo, Marcos, ¡ven! –sus ojos expresaron su desespero. 

   -No puedo –el miedo de Marcos crecía  como la lava de un volcán en erupción. 

    -Te puedo enseñar a pescar.

    -¡Váyase!, ¡no quiero!

   Marcos se estrujó los ojos con las manos, para comprobar si aquello era un truco de su imaginación o un terrible sueño pero, cuando los volvió a abrir, el hombre aún permanecía cerca y sus ojos reflejaban furia. Corrió a su cama y se le ocurrió que su manta sería una buena protección; arropado en la oscuridad, escuchaba a la bestia llamarlo una y otra vez. Eran gritos provenientes de todas direcciones, como ecos constantes en su mente. El hombre vendría a llevárselo en cualquier instante y su manta no haría nada para protegerlo. Sintió la presencia de alguien al lado de la cama pero nada en el mundo podía obligarlo a descubrirse y ver.

   Amaneció sin que Marcos pudiese dormir en toda la noche, y su madre, al servirle el desayuno, lo vio cansado y con la vista distraída.

   -No has tocado casi las panquecas, Marcos –l
e dijo a su distante hijo mientras comía el desayuno.

   -No tengo mucha hambre –le respondió este, distante e intentando actuar lo más normal que le fue posible. 

   -Parece que no dormiste bien anoche ¡Mírate esas ojeras! ¡Pareces un muerto!

   -Fueron los puripuri. 

   -Cómete todo el desayuno y cambia esa cara, te tengo algo que te va a alegrar. Te dejaré pescar en el lago hoy. ¿Qué tal?, creo que fui muy mala ayer. Es más, no es solamente dejarte, quiero que pesques algo para el almuerzo. Hoy viene tu papá después de estar cuatro días seguidos fuera por su trabajo y lo sorprenderemos con pescado. ¿Animado?

   Marcos no sabía qué expresión poner para ocultar el pánico que recorrió su cuerpo en ese momento. ¿Regresar al lago y correr el riesgo de que el hombre extraño se lo llevara? Aquello era una tortura. Aquello era un suicidio. Lo peor de la situación fue que no supo cómo explicarle a su mamá sobre la aparición y de cómo casi se dejar llevar el día anterior. De seguro no le creería. Mantuvo el silencio y usó el tiempo necesario para formular las siguientes oraciones:

   -Creo que, al igual que ayer por la mañana, hay algo en el aire que dice... que dice que no debería ir a pescar.

   -¿Ahora sí le paras a esas cosas, carajito? ¡ah, cuando te conviene nada más!, ¿verdad? Tú lo que eres es un flojo. Vas a ir a pescar al lago y punto.

   El niño volteó la vista hacia la ventana, mirando en dirección al lago, recordó los ojos del espanto y se le puso la piel de gallina. Tal vez ese día fuese diferente, pensó. Pero al salir de casa, la mañana estaba tal cual el día anterior. Ningún papagayo volaría ese día. Ningún ave cantaría.

   Se acercó con miedo a la orilla del lago, hacía frío igual que la mañana pasada. No estaba la gran rama sobresaliente ni el hombre misterioso. El recuerdo de aquel hombre se vio distante en ese momento, como un sueño dentro de un sueño. Comenzó a cuestionarse a sí mismo, su cordura, su lucidez ante la realidad del mundo. Todo pudo haber sido un sueño... no... una pesadilla. Tomó la curiara de nuevo, la desamarró del pequeño muelle, comenzó a remar hacia lo profundo con su caña de pescar hecha a mano.

   Fueron cuarenta minutos de tranquilidad, sin oír ni una voz que no fuese la del viento. La caña posaba en el agua pero no picaba ningún pez y Marcos se empezaba a llenar de impaciencia. Y, cuando el niño estuvo a punto de retirarse y darse por vencido, algo se movió en el agua y comenzó a tirar de la caña de pescar.  La emoción recorrió el cuerpo de Marcos, como una explosión de adrenalina, e inició su forcejeo para sacar al pez del agua. Tiró con toda la fuerza que pudo sacar de su diminuto cuerpo pero comprendió que era demasiado pesado; aunque, si no tiraba, perdería su caña y no podía arriesgarse a que eso pasara. Tiró una vez más con toda su fuerza hasta que sintió que lo lograba: una masa oscura salió del agua. Marcos de inmediato pensó que sería el pez más grande que jamás pescaría. Pero, al caer hacia atrás por su propio jaleo y luego incorporarse, se dio cuenta de lo que en realidad había pescado: A un hombre. Dos manos salían por el extremo de la curiara, entrando en el bote, e impulsaban el resto del cuerpo, dejando ver la figura oscura que era la cabeza. Los ojos se reflejaron en la luz tenue de la mañana pero su rostro seguía siendo solo oscuridad, y una risa borró el silencio del lago mezclada con el nombre del niño, mientras estiraba su brazo hacia él para sumergirlo hacia su muerte.

   En tierra firme, un hombre le llevó noticias a la madre de Marcos. Su esposo falleció el día anterior, cerca de las tres de la mañana. Y esa mañana, la mujer esperó los pescados que nunca llegaron con su hijo.



3 comentarios:

  1. Muy buena! Sentí el suspenso jaja

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  2. Me gustó, imaginé la precaria casa de una ventana, donde reina el aroma de arepas tostadas hechas con cariño, y que está a orillas de un siniestro lago, sentí como el lugar de juegos del niño se tornó lúgubre, ominoso, y como la naturaleza, junto a los gritos intranquilos de la madre, conspiraba para alertar al niño del peligro inminente que se escondía bajo el espejo negro de agua, nubes grises que anunciaban tempestad, frío, incomodidad, viento quedo que no impulsaba su volador, todas señales que buscaban evitar el cruento final, la eterna y triste espera de una madre por un hijo que nunca llegará a casa... Siempre bueno leerte Raúl.

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